Noticia | 23 Septiembre 2020

Homenaje a José Luis Hernández, primer periodista de Conadecus

Libro  Elogio del Bar, Bares & Poetas de Chile. Edición Gonzalo Contreras. 2014

José Luis Hernández salió una noche de aquí del Mesón del buen comer, después que se había bebido unos ron, con su morral naranja, su camisa gris de manga corta y sus pantalones de jeans. En la madrugada estará su cuerpo reventado en la sala de la morgue, inerte, tirado sobre una bandeja de metal, cubierto de una tela de polietileno.

Patricio Igor Melillanca, su compañero y colega, fue al reconocimiento en el depósito de cadáveres.

—Su cabeza —dijo cuando nos contó más tarde—, era como si un niño la hubiese hecho con plasticina y luego la hubiese aplastado con el dedo pulgar. Era una plasta, una masa. El cuerpo estaba reventado, un vehículo pesado le pasó a lo largo.

***

El año 2005 las oficinas de nuestro trabajo estaban ubicadas en el Barrio Cívico, o lo que queda de él, en el paseo Bulnes, al llegar a Alonso de Ovalle. Solíamos almorzar en el paseo peatonal, quizás uno de los proyectos urbanos frustrados más bellos de Santiago. El paseo comienza frente al palacio La Moneda en La Alameda. Caminábamos hacia el sur hasta el final del paseo, hasta casi llegar a la estatua de piedra de don Pedro Aguirre Cerda y dos niños, obra del escultor Galvarino Ponce, en el parque Diego de Almagro. Cerca de allí hay un letrero de neón, algo sucio, algo bastante sucio, que dice Mesón del buen comer, al que finalmente yo y el periodista José Luis Hernández escogimos como refugio, por ser el más amplio y el más barato de todos los lugares del paseo. El lugar está atendido por el hijo del dueño, Patricio Toro, moteado por nosotros como Pato Mesón.

El almuerzo era una ganga, costaba 1450 pesos e incluía ensalada o sopa, plato de la casa, jugo y postre. Por las tardes, cuando salíamos de la pega, volvíamos a la misma fuente o abrevadero, a sentarnos, sobre todo en primavera o verano, en unas sillas de plástico azules que ponía Pato Mesón en el bulevar. El aire fresco que dan los plátanos orientales, los jardines tuliperos, el agua corriendo de una fuente en medio del paseo peatonal, hacían del lugar especial para pasar el calor, antes de irnos a casa, y olvidarnos del ajetreo áspero y el duro stress del día.

Había otro encanto. Por allí pasaban las jóvenes estudiantes de las universidades, y era grato ver bambolearse a las chicas sueltas de cuerpos con sus morrales a un costado del hombro, convirtiendo el bar en una agradable pasarela.

En el ocaso de los espacios públicos, el Mesón del buen comer era un respiro.

El padre de Pato Mesón autorizó a Pato que administrara el negocio por las tardes. Pero Pato no tenía más capital que unas cuantas cervezas que compraba en el supermercado. Llegado el momento, cuando nos habíamos tomado esas chelas, Pato iba corriendo al mini market de la otra cuadra, a comprar nuevas. Nosotros quedábamos momentáneamente a cargo del bar. No había nada para picar. No había vino y no había licor. Cuando queríamos tomar vino, teníamos que pagarle anticipado. Así él podía ir corriendo al mini mercado.

Así es la capitalización de la pequeña empresa chilena. Así es la gente emprendedora. Corriendo y corriendo al mini mercado. Agentes del estado han querido construir el mito de Chile como gran potencia emprendedora. Pato Mesón es el contramito, la contrahistoria. Pato Mesón, sin apoyo de un banco ni del Estado, creó su fuente de ingresos, marchando al mini market.

Un día Pato Mesón trajo un televisor con pantalla gigante y ofreció pasar el fútbol. José Luis le prometió realizar un impreso digital para que se avisara la hora y el día de los partidos del mundial de fútbol de Alemania, en junio y julio del 2006. Pato Mesón lo colgó en la entrada y entonces el bar se llenó de parroquianos devotos de la pelota. Y el negocio, a esas alturas, comenzó a fructificar. Por la tarde ya se podía consumir sánguches, vino y ron. Y nosotros para ver el fútbol teníamos que reservar mesas.

Un día ocurrió lo inevitable.

Se nos acabó el dinero, pero no la sed.

Entonces José Luis le pidió fiado unos rones, para pagarlos a fin de mes, solicitud que Pato Mesón aceptó. José Luis le sugirió que anotara en un papel el monto de la deuda y que él ponía la firma. Así nació la popular Pato—Card, una tarjeta de crédito mejor que cualquier otra tarjeta usurera del mercado financiero, pues no incluye intereses ni costos del servicio.

Con el tiempo Pato Mesón guardaba un montón de papelitos de sus deudores

El Mesón del buen comer no es un bar de escritores como los que he conocido como El Floridita de La Habana donde iba Ernest Hemingwey a beber sus daiquiris, ni El Tortoni de Buenos Aires donde iba Jorge Luis Borges. Tampoco el Bar de la Unión Chica de Santiago donde conversé con Jorge Teillier, (“un boxeador contra las cuerdas”, Boccanera dixit). Ciertos escritores jóvenes y también viejos bohemios afirman a veces que la literatura está ligada a la musa sedienta y glorifican el licor como químico creativo. Pero, muchas veces, el trago es una musa cruel de autodestrucción nocturna y pendenciero malditismo.

Digo: El Mesón no es un bar de escritores, aunque he bebido y comido allí con varios de ellos: Teresa Calderón, Sergio Badilla, Reinaldo Marchant, Mario Artigas, José María Memet, entre otros. A veces, sólo a veces, hablamos de literatura. La mayoría de las ocasiones nos reímos y nos reímos mucho con nuestro mal hábito y deporte favorito de desplumar finamente a otros escritores.

—Ese escritor está sobrevalorado, ¿no creen?

—Mmm, irregular…

—Editado a la mitad, su libro sería mejor.

—Ja, ja, ja…

—Ja, ja, ja…

Qué cosas nuestros queridos escritores.

Hay cosas que la historia quiere dejar pasar. Es la ocasión para recordar otra anécdota de contrahistoria: era la época, la primera década del siglo XXI, en que esos escritores criticaban públicamente a la Ministra de Cultura, Paulina Urrutia, por un turbio manejo de las becas de escritores. Y algunas de esas estrategias de lucha contra la cultura manoseada, se discutieron en el Mesón. El jueves 12 de Julio del 2007, ese grupo de escritores y escritoras llegamos a la calle San Camilo de Santiago y subimos al séptimo piso para reunirnos con la menuda señora Paulina Urrutia que parecía haber dormido poco. Llevamos una carta titulada La crisis de la cultura nacional. La infelicidad permanente, firmada por más de 300 escritores y que reflejaba un creciente malestar en la cofradía literaria. La periodista de El Mercurio nos catalogó al otro día como “los escritores disidentes“.

Vueltas de tuerca. Somos precarios los chilenos, somos frágiles y olvidadizos, aunque se quiera hacer creer otra cosa. Muchos operantes de la Concertación creían, según recuerdo, que su autocomplacencia —el peso de su noche—, sería sempiterna. Estaban de la realidad, lejos. De los barrios, lejos. Y más lejos aún de estos bares chilenos que antes visitaban y en los cuales soñaron cambiar, alguna vez, la insidiosa realidad.

El Mesón es un bar muy parecido a la mayoría de los bares chilenos, donde todos olemos a pan con ajo, tomate y ají. El único con el que yo realmente hablaba de literatura en el Mesón, era Mathius, un parroquiano moreno, de panza abultada, de voz whiskosa, habitué del Mesón. Lo conocí aquí y las únicas veces que lo vi, fue sentado en estas sillas de plástico azules. Le gustaba el escritor nazi Miguel Serrano.

—No me gusta, le dije.

—¿No te gusta por nazi?

—No es el escritor, es su literatura pringosa.

Mathius, tal vez por herencia de su sangre, hablaba muy seguro de sus gustos literarios extravagantes y decía que tenía una obra poética muy delicada; talento literario que permanecerá en el mito, pues yo nunca leí nada.

Una tarde José Luis me dio la noticia lúgubre:

—Se murió

—¿Quién?

—Tu amigo Mathius.

La musa sedienta y cruel cobraba una víctima del Mesón.

Fui a saludar a sus amigos de trabajo que estaban en otra mesa, pero a ellos les extrañó que alguien como yo estuviese interesado en darles el pésame por la muerte de Mathius.

De repente pienso que el fantasma literario del presunto escritor, vuela por el Mesón del Buen comer.

La higiene de los urinarios de los bares darían para una crónica propia, tan sucios y con mal olor, pues parece que la autoridad sanitaria nunca controla. El baño del Mesón del buen comer, es un miadero respetable. Lo difícil, como tantos baños de tantos bares de Santiago, es cuando uno decide cagar. Por que el retrete no tiene puerta y cualquiera puede verte cuando uno está con cara descompuesta vaciando la tripa. Siempre es conveniente llegar con la tripa vacía.

He visto aquí el formidable apetito sexual de dos jóvenes noctívagos. Una mujer en la semipenumbra de un rincón –ya cerca de la medianoche— le solicita al oído de su joven pareja ser corrida en el lugar. Y mientras su amigo la besa y la besa con besos mojados, le hace cositas con los dedos por debajo del mantel. Ella ponía cara de inocente y cara de pervertida, sin comedimiento ni moderación.

¡Lo que hace el alcohol, dios mío!

El destino de esos dos calientes sería el baño de mujeres, que sí tenía puerta. Así procrean los jóvenes a veces en Chile, sentados en un retrete del Mesón del buen comer.

Los miércoles era un día muy especial.

A las siete de la tarde aparecía un pequeño pero compacto y convencido grupo de evangélicos con un micrófono y un parlante portátil y se instalaban al otro lado del paseo, frente al Mesón. Traían unas guitarras viejas y panderos hechizos con los que iniciaban una plegaria cantada. Venían muy bien peinados al agua, y venían, eso se notaba desde el inicio, con la clara y decidida intención de sabotear a los que estábamos plácidamente bebiendo cerveza en la terraza del Mesón.

El show estelar de la noche lo protagonizaba una canuta muy guapa, de pelo largo, de aspecto lábil, de falda ajustada a la rodilla, que desde el micrófono con voz de canario invocaba a dios, para que nos sacara del infierno del alcohol.

—Cuídense pecadores, cuídense que llegarán al infierno, el alcohol a nada conduce.

Con ritmo tiraba hacia adelante su cadera y hacía notar su pubis, mientras nos apuntaba con el dedo.

José Luis miraba a la canuta con admiración y al final del sermón, aplaudía, aunque no veía en la alerta de la canuta ningún mal presentimiento. Todo parecía trivial.

Nuestro jefe era un gordo cuyo único talento era hablar de todo, sin tener conocimiento de nada. Al desgraciado le decíamos Walala, arquetipo del jefe ignaro. Un Walala que se infla de inmediato como un sapo, cuando tiene un gramo de poder. Un Walala soez y prepotente.

¿Usted conoce un Walala? ¿Tiene uno cerca?

El jefacho mediocre que cree que tu dignidad es insolencia, Walala.

Una secretaria salió llorando de su oficina.

—El Walala me acosó sexualmente, dijo ella, no sé que haré.

—Demándalo, dijo José Luis.

Esa tarde llegaron al Mesón y José Luis decidió apoyarla para que hiciera la denuncia ante la Dirección de Trabajo. Se puso el honor de la secretaria a favor de la cólera colectiva. Había engendrado mucho odio, el villano del Walala.

José Luis Hernández era un buen amigo.

Nadie pensaba que se iba a morir tan pronto.

Nadie piensa que uno va a morir joven, aunque siempre somos candidatos a la disolución.

Sé que a José Luis le gustaría que lo recordara como un periodista no intimidado por las grandes corporaciones, las monopólicas empresas de alimentos, de comunicaciones o las tabacaleras. José Luis quería dar su testimonio de contrahistoria.

Pero también sé que a José Luis le gustaría que lo recordaran como social y comunitario, que adoraba contar chistes y reírse bebiendo una chela helada.

Salió de aquí, un día 12 de enero del 2009, y caminó iluminado por los faroles del paseo Bulnes, salió de aquí después de haberse tomado unos ron y de haber firmado una deuda en la Pato—Card. Dejó estampada allí su firma por los últimos tragos que bebió y que algún día pagaría.

En nuestros países, el martes 13 es un día de mala suerte.

En la madrugada del día martes 13 de enero, como si el martes 13 fuese realmente un día de fatalidad, José Luis estaba tirado inerte en una bandeja de metal, cubierto por polietileno, en la morgue de Santiago.

Esa noche fue atropellado por un bus del Transantiago. El bus le pasó a lo largo y con el peso lo reventó. El chofer huyó del lugar, practica cobarde común, y el fiscal que estuvo a cargo no investigó nada.

La página de Facebook de José Luis evolucionó a una moderna animita. Una muy digital y fascinante animita donde sus amigos, amigas y familiares empezaron a colgar saludos, versos, canciones. Y mujeres enviando saludos consternados.

“—Mi José Luis no te imaginas como me duele tu partida…te quiero mucho mucho.”

“ya nos encontraremos, amigo mío…en la mesa del bar …o”

“putas hermanito duele tu ausencia”

Patricio Igor Melillanca escribió un poema:

“Yo no me despido de las flores ni de las estrellas

Ni de las piedras que les tiramos a la dictadura y al patrón”

Yo subí desde Youtube una sevillana que se llama “Cuando un amigo se va”.

Una de sus amigas subió unas fotos sensuales que José Luis le había tomado hace diez años. Fotos en calzones pequeños de una mujer de veintún años.

Su página en Facebook se había transformado en la materialización de su alma en bits. Era un alma digital, energía eléctrica, una especie de holograma.

El día del sepelio volvimos por la tarde aquí al Mesón, desde donde José Luis había salido la última vez. Aquí estuvimos sus numerosos amigos haciendo salud por él.

Salud.

Como si la musa sedienta, la musa re sedienta, no tuviese ninguna culpa. Como si el sombrío panorama de la embriaguez, la pulsión autodestructiva, el licor de olvido, blackout y embrutecimiento y que lleva al fracaso a los frágiles y sensibles, no fuese culpable.

Pato Mesón dijo esa tarde que guardaría como una reliquia de la buena suerte la Pato—Card con la firma de José Luis.

A veces me ha contado que cuando las cosas no van bien en el bar, saca la Pato—Card firmada por José Luis y le ruega que lo ayude.

Dice que siempre le da buena suerte.

 

 

Libro  Elogio del Bar, Bares & Poetas de Chile. Edición Gonzalo Contreras. 2014

 

Publicado por
Conadecus

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