Opinión | 30 Noviembre 2020

“Industria e integración en la hora actual” por Roberto Pizarro Hofer

Columna de Opinión de Roberto Pizarro Hofer, economista, académico, consultor y político; ex ministro de Planificación del gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle,  publicada en el diario El Mostrador

Vivimos un momento de viraje de la globalización, que se profundizará con el coronavirus. Ello obliga a cambios productivos en Chile y América Latina y obliga a grandes esfuerzos en favor de la integración regional.

Producto del Covid-19, la mayoría de los países están adoptando políticas comerciales proteccionistas para controlar la propagación del virus. Se han impuesto restricciones al movimiento de personas, servicios, tecnología y bienes. Ello persistirá al término del virus y el proteccionismo será manifiesto en los sectores farmacéutico, equipos médicos, comunicaciones, inteligencia artificial y en alimentos, los cuales serán considerados de seguridad nacional.

Restricciones a la globalización ya se habían producido con la guerra comercial desatada por Trump contra China y ahora se acentuarán. La economía a escala planetaria, con segmentación de los procesos productivos, cambiará a un sistema menos interconectado. Además, nuestras vidas estarán más limitadas físicamente y serán probablemente más virtuales. No es que la globalización se revierta. Pero se modificará, adquirirá nuevas formas.

Se abren así condiciones para el avance de la industrialización en los países de América Latina. Como en la crisis de los años treinta y luego en la 2ª guerra mundial, el freno a la globalización obligará a transformaciones productivas, que permitan el abastecimiento de bienes y servicios que, hasta ahora, eran cubiertos por importaciones. Esta es una oportunidad para modificar la matriz productiva, caracterizada por la producción y exportación de recursos naturales, y así avanzar al desarrollo.

Pero, al mismo tiempo, la industrialización en mercados estrechos exige un esfuerzo de integración efectivo entre países de la región, para operar en escalas ampliadas y complementar recursos humanos y materiales y. El reiterado fracaso de los proyectos formales de integración regional debe abrir paso a iniciativas pragmáticas entre países para mutuo beneficio.

Prebisch y la Teoría de la Dependencia

En el año 1959, Raúl Prebisch, a la cabeza de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), señalaba que para avanzar al desarrollo era imprescindible superar la dependencia exportadora de materias primas en favor de la construcción de una industria avanzada. A la CEPAL le preocupaba el impacto negativo de la dependencia comercial, que se expresaba en el deterioro de los términos de intercambio, entre las manufacturas importadas desde los centros y las materias primas exportadas desde la periferia

Prebisch sostenía, al mismo tiempo, que un avance industrial efectivo exigía la integración de los mercados de la región. Así se aprovecharían escalas ampliadas, junto a la protección importadora frente a la competencia de la industria de los países centrales.

La CEPAL creía que las burguesías locales podían comprometerse con la industrialización avanzada y veía al capital extranjero sólo como un complemento para la acumulación interna. Esa visión fue cuestionada, sin embargo, por la denominada Teoría de la Dependencia.

En efecto, la inversión extranjera no fue un complemento externo, como lo concebía CEPAL. Con el término de la “industrialización espontánea”, las empresas multinacionales, principalmente de origen norteamericano, se desplegaron a lo largo y ancho de América Latina. Sus subsidiarias, se instalaron en cada uno de los mercados nacionales, con el propósito de capturar a los consumidores locales, eludiendo así las elevadas barreras arancelarias que caracterizaban en aquella época a la política comercial. El control extranjero pasó así a hegemonizar el sector industria avanzado, principalmente en la automotriz, metalmecánica y química.

A partir de los años sesenta la región pasaba de una dependencia comercial-financiera a una dependencia industrial. Esta nueva forma de dependencia subordinaba a la burguesía nacional al capital extranjero, y con ello impedía la posibilidad de un proyecto de desarrollo nacional autónomo, como pensaba la CEPAL.

Al mismo tiempo, las múltiples iniciativas y proyectos integracionistas que, desde los años sesenta, se han impulsado en Sudamérica no han servido para aumentar el comercio intrarregional ni para potenciar las industrias locales; y, tampoco han ampliado la fuerza negociadora subregional. Así fue en el pasado con la ALALC y el Pacto Andino y lo ha sido en los últimos años con la ALADI, MERCOSUR, el ALBA, la Alianza del Pacífico, UNASUR, y recientemente PROSUR. Lo mismo ha sucedido con los países del norte, en Centroamérica y México.

A partir de los años noventa, los países de la región han privilegiado los tratados de libre comercio con los países desarrollados y, en los últimos años, con el mundo asiático. En vez de construir una fuerza regional propia en lo comercial, empresarial, educacional y tecnológico han competido entre ellos, privilegiado una apertura indiscriminada hacia los países desarrollados y favoreciendo, sin restricciones, la presencia inversionista de sus corporaciones transnacionales.

La incapacidad de construir una fuerza propia, como consiguió la Unión Europea, tiene que ver con la fragilidad del empresariado y también de la clase política de nuestros países. Ambos se han subordinado al capital transnacional y han sido complacientes frente a la política norteamericana en la región. Y, en muchos casos, han sido doblegados por la corrupción, como ha sucedido, de forma vergonzante, con ODEBRECH.

En consecuencia, no se ha cumplido la propuesta de Prebisch y, más bien, se ha confirmado la tesis de la teoría de la Dependencia sobre la incapacidad de las burguesías de América Latina para impulsar un proyecto nacional autónomo. Pero, tampoco los sectores políticos progresistas y de centro izquierda han tenido voluntad para impulsar una propuesta de desarrollo y una política económica que obligue a un “comportamiento patriótico” a las burguesías nacionales y oriente a los inversionistas extranjeros en favor de la industria de transformación.

En efecto, en los tiempos que corren, cuando la industria manufacturera se ha trasladado a los países asiáticos ni la derecha, ni los socialdemócratas y tampoco los “socialistas del siglo 21” han sido capaces de promover la industria nacional. Han aceptado, incluso con mayor intensidad que en el pasado, que nuestras economías se dediquen a producir y exportar combustibles, minerales y alimentos. Y, en vez de impulsar la diversificación productiva, han aceptado, servilmente, que las corporaciones transnacionales sobreexploten nuestros recursos naturales, en favor del crecimiento de los países desarrollados y del mundo asiático.

Ello también explica que la institucionalidad integracionista se haya mostrado frágil y dispersa, y se caracterice por una insoportable retórica. Ni gobiernos de derecha ni los progresistas han valorado la importancia de actuar en bloque frente al poder de las empresas transnacionales, a los Estados Unidos y a la emergente economía China.

En efecto, Lula lideró con éxito el rechazo al ALCA, que tanto interesaba a los EE.UU. Pero, Brasil no quiso ejercer su liderazgo para avanzar en la integración regional. Kirchner, por su parte, concentró todos sus esfuerzos en resolver los problemas internos heredados del periodo Menem, y se embarcó en un proyecto económico, de corte estrictamente nacionalista, dejando de lado la política regional; más aún, dedicó buena parte de su política exterior a una beligerante disputa con Uruguay, a propósito de una planta de celulosa, instalada cerca de su frontera.

Por su parte, Correa, en Ecuador y Evo Morales, en Bolivia, priorizaron la reformulación de sus sistemas políticos internos, lo que comprometió fuertemente sus agendas. Finalmente, Chávez y después Maduro desplegaron un vigoroso activismo para acumular fuerza interna, pero con un rotundo fracaso en el ámbito de construcción económica. Al mismo tiempo, intentaron afirmar posiciones de liderazgo en Sudamérica, con la instalación del ALBA y el UNASUR, con una agresiva retórica que significó sucesivos conflictos con varios gobiernos de la región. Chile, por su parte, se olvidó por completo de la región y optó por privilegiar sus lazos económicos con los países desarrollados y el mundo asiático.

El liderazgo progresista y de centro izquierda, que emergió en Sudamérica en la década del 2000, beneficiado además por el superciclo de precios de las materias primas, perdió la oportunidad de impulsar un proyecto económico alternativo al neoliberalismo y menos convertir la integración regional en componente sustantivo de un nuevo modelo de desarrollo. El resultado inevitable fue su pérdida de legitimidad, lo que abrió paso a la derecha en todos los países de Sudamérica y a una crisis profunda en Venezuela

Así las cosas, la incorporación, sin condiciones, de nuestros países a la economía global no ha ayudado al desarrollo. Por una parte, seguimos exportando aceleradamente recursos naturales, mientras el comercio entre nuestros países se viene reduciendo año tras año y no existen complementaciones productivas. Por otra parte, tanto en las negociaciones bilaterales como multilaterales, al actuar divididos frente a los poderes dominantes nos hemos colocado en posición de debilidad en los temas sustantivos de la agenda internacional: apertura financiera, servicios, propiedad intelectual, controversias empresa-estado, entre otros.

 

La irrenunciable integración

A pesar de las dificultades que ha tenido la región para integrarse no sólo en el momento actual sino en sus distintas fases de desarrollo, la unión económica de nuestros países sigue siendo un proyecto irrenunciable. Probablemente hoy día más que en el pasado, porque ahora los desafíos son mayores.

En primer lugar, las particularidades de la actual fase de la globalización hacen más vulnerables a nuestros países frente a los vaivenes de la economía mundial. En segundo lugar, la emergencia de China y la India como potencias en pleno crecimiento, productoras a bajo costo de manufacturas y servicios, dificultan el posicionamiento competitivo de nuestras economías y ello se ha convertido en una presión para que sigamos exportando combustibles, minerales y alimentos. En consecuencia, las nuevas cadenas productivas transnacionales y su reordenamiento a nivel mundial han empujado a nuestros países a explotar exclusivamente sus ventajas comparativas geográficas, dificultando la diversificación del patrón productivo-exportador.

Para salir del subdesarrollo no se puede seguir anclado en la producción y exportación de bienes primarios y es preciso diversificarse. Para mejorar la productividad, y competir con los países asiáticos, se necesita más inversión en ciencia y tecnología y se requiere de mayores recursos en educación pública. Para cumplir con esas tareas la integración es insoslayable. Los países de América Latina son generosos en bienes primarios pero escasos en ciencia, tecnología y educación, lo que obliga a iniciativas y a esfuerzos conjuntos.

Sólo con la fuerza conjunta de los talentos humanos y las condiciones materiales de cada uno de los países de la región es que podremos enfrentar los complejos desafíos del mundo actual.

En consecuencia, sigue vigente la preocupación primigenia del Prebisch: la integración es un componente fundamental del desarrollo. Para manufacturar, agregar valor a las exportaciones, potenciar las pequeñas empresas, utilizar tecnologías de última generación, mejorar la eficiencia de la fuerza de trabajo y negociar con las potencias industriales, la unión regional resulta fundamental, más aún en las nuevas condiciones de la economía global. Pero también no hay que olvidar la preocupación de la Teoría de la Dependencia sobre la incapacidad de las burguesías nacionales para impulsar un proyecto nacional de desarrollo.

El naciente proteccionismo y la pandemia

Ahora, el freno de la globalización abre oportunidades de transformación. Las políticas proteccionistas del presidente Trump y ahora la dolorosa experiencia del Covid-19 están imponiendo restricciones al movimiento de bienes, servicios, capital, mano de obra y tecnologías. La presidencia de Joe Biden no garantiza el término del proteccionismo. Todo indica, en consecuencia, que se acortarán las cadenas de valor internacionales, y existirá la necesidad de encontrar autoabastecimiento en productos esenciales para la salud y la alimentación y probablemente para algunos otros bienes.

Tendremos que apoyarnos en nuestras propias fuerzas; pero también buscando entendimientos entre países de la región. Los países del Asía lo han entendido con la suscripción, de un acuerdo comercial, el pasado 15 de noviembre que incluye a China, Japón y Corea del Sur y a todo ASEAN.

La transformación productiva, en favor de la industria, exigirá un esfuerzo de integración que debe ir mucho más allá de la apertura comercial, ya existente en América Latina. Se trata de encontrar espacios inteligentes de complementación productiva entre países, con esfuerzos conjuntos en ciencia, tecnología y educación superior. Si esto ha sido posible entre los países desarrollados y China, distantes geográfica y culturalmente, con mayor razón puede impulsarse entre países cercanos.

En la hora actual existen condiciones objetivas para terminar con la retórica y avanzar en favor de la industrialización y de una integración regional efectiva. Lo exige una globalización, que nos acorrala en la producción de materias primas, y un proteccionismo que limitará nuestro dinamismo económico. Un nuevo enfoque de integración debe ser capaz de trascender nacionalismos estrechos y contingencias políticas, para convertirse en una herramienta efectiva del desarrollo de nuestros países. Así ha sido en Europa y así está sucediendo en el Asia. Veremos si la política en América Latina, con nuevos políticos, es capaz de enfrentar los desafíos del tiempo presente.

 

Publicado por
Conadecus

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